Promesas no cumplidas
Ese día no vino a trabajar. El día programado para los exámenes finales de piano, hay un letrero en la puerta de su salón que dice: “El profesor no vendrá hoy por quebrantos de salud”, algo muy inusual para una persona tan responsable como él.
Cuando estaba en la primaria mis excusas por ausencia decían lo mismo: “Querida profesora, la niña no pudo asistir ayer al colegio por quebrantos de salud”. Qué extraña expresión: quebrantos de salud. Nunca había pensado que la salud pudiera romperse, pero, ¡qué frágil que es!
La salud del profesor está quebrada, ¿con qué la curaremos?
No creo que en estos casos funcione la cáscara de huevo.
El doctor posiblemente solo recete paracetamol.
Desde que lo conozco, esta es la primera vez que se quiebra su salud. Solo puedo recordar un par de ocasiones en las que se resfrió, pero en ninguna de esas oportunidades algo tan común como un resfriado tuvo la fuerza para quebrar su salud; si mucho provocó una fisura, pero nada más. Debe ser algo muy grave que le impide atender al teléfono. Tal vez se trate de una afección de la voz y por eso prefiere no contestar y evitar el incómodo: ¿Aló?, ¿Hay alguien ahí?, Milton, ¿me escuchas?, mientras él inútilmente trata de explicar que no puede hablar porque está sin voz.
¡Me parece inaudito que no esté presente para el examen final de sus estudiantes, y que la única forma de recibir noticias suyas sea a través de un papel pegado en su puerta!
Después de muchos repiques, por fin atiende el teléfono. Su voz se siente afectada, tose mucho y se ahoga con facilidad. Me dice que está mejor, que no sabe qué tiene, pero que está seguro de que se recuperará.
Le pregunto:
—¿De seguro vas a estar bien?
Me responde:
—“Claro que voy a estar bien… Hierba mala nunca muere”.
Nos morimos de risa, pero colgamos al ver que se empieza a ahogar de nuevo. Sus palabras me proporcionan alivio, ya que las tomo como una promesa.
Recibo una llamada de un número desconocido. No reconozco la voz. Un amigo suyo me ha llamado para informarme que el profesor está hospitalizado y ha pedido que yo vaya a visitarlo. Han pasado aproximadamente dos semanas desde aquella mañana que vi el letrero en su puerta, y por lo que veo ha incumplido su promesa. Si está en el hospital, es porque no está bien.
Al ingresar por la puerta veo dos camillas separadas por un biombo. En la cama de la izquierda está Milton. Se alegra y me agradece que haya ido a visitarlo. En su día a día es de complexión delgada, pero desde la última vez que lo vi ha duplicado el volumen de sus brazos y piernas, y su piel tiene un tono un poco más pálido. ¡Vaya que se ha quebrado su salud! Al contrario de su salud, su espíritu está inquebrantable. Su característico humor negro sigue intacto, y aunque no se ve como él, por sus comentarios y chistes no hay duda de que es él.
Si no tuviéramos que seguir las normas sociales que nos dicen cómo debemos y cómo no debemos reaccionar ante una persona con quebrantos de salud, mi reacción hubiera sido la siguiente: un suave pero intenso y sonoro grito sofocado, alimentado por una gran cantidad de aire, de unos 5 a 6 segundos de duración, acompañado de unos ojos bien abiertos, un rostro de asombro y angustia, y ambas manos en el pecho conteniendo la gran bocanada de aire ingerida. Le diría cosas como ¿Qué le pasó a tus manos?, ¿Por qué están tan grandes? Y él, con su característico sentido del humor, hubiera respondido con voz de lobo feroz: “Son para tocar el piano mejor”.
Tal vez es el sentido común, o eso que llaman discreción, pero mi reacción es la de una persona tranquila, como si estuviera acostumbrada a ver a mis amigos con sus extremidades hinchadas y brillantes. Me trago el dolor de verlo así, y actúo como si fuera uno más de nuestros encuentros en el pasillo del tercer piso de la facultad, con un café en la mano, riéndonos y tratando de no hacerle un reguero a doña Marina.
Sus días en el hospital los pasa frente a un viejo televisor, de imagen poco nítida y con limitadas opciones de programación. Me rompe el corazón ver a un genio de su talla, alguien que ha consagrado su vida al piano, sin poder disfrutar de buena música en momentos tan críticos.
Le dejo un libro para que lea en sus largas horas de espera y, esta vez, la promesa la hago yo: en un par de días le traeré un reproductor MP3 con música clásica para su disfrute. Un músico de su nivel merece disfrutar lo que más ama en la vida. Le pregunto si tiene una petición especial sobre lo que desea escuchar y me pide que por favor incluya la Novena Sinfonía de Beethoven y la Segunda de Mahler.
Con qué facilidad se quiebra la salud y con qué facilidad se rompen las promesas. Pensé que tres días serían suficientes. De manera muy rápida todo se difuminó: su salud, su respiración, su ser. Tal vez partió pensando que fue una venganza de mi parte; ya que él no cumplió su promesa, yo decidí romper la mía. Veinticuatro horas más habrían bastado para un último estímulo de dopamina en su cerebro, imaginándose en la audiencia de un gran concierto o repasando en la mente el movimiento de sus manos sobre las teclas blancas y negras, mientras sus ojos siguen la partitura de algún concierto o sonata para piano.
Después de colgar la llamada que anuncia su deceso, en honor a Milton, me pongo mis audífonos y empieza a sonar el trémolo y la melodía inicial de los cellos y los contrabajos de la Sinfonía n.º 2 de Mahler “Resurrección”, que me da la bienvenida al hasta entonces desconocido camino del duelo por la muerte de un amigo.